domingo, 13 de agosto de 2017



AVERNO



   En la ciudad Averno la lucha diaria comienza enjuagando el letargo de noches en vela. El sudor se disfraza y se pule para dejar sitio a nuevas gotas. El comienzo del día se espera ajetreado; andar con prisas por bregar y trajinar antes de que el sol se desperece y acumule fuerza en su subida. Porque todo es pesadilla cuando el sol se alza implacable, difuso y tórrido. 

   Aquellos que lo saben tienen prisa por desaparecer de su vista, de esconderse, ya conocen los demonios que habitan sus huecas calles. Las almas deambulan acaparando sombras; luces cegadoras se reflejan sobre las paredes blancas haciéndolas arder a la vista, por eso huyen de anchas calles y se refugian en estrechos lugares donde el sol, consciente de su tamaño, no cabe. Teme quedar atrapado por sus sombras. Sabandijas sin disfraz recorren la ciudad adueñándose de ella. Los tarados andan a sus anchas sin que nadie los moleste. Ajenos sus sentidos, atrofiadas mentes sin temor al maldito. El miedo no escapa de las casas oscuras y dormidas, sólo se protege. Sedientos, los cuerpos extranjeros calman su curiosidad en palacios ajenos pagando un tributo a una fuente y a un jardín en sombras. Como si el asfalto no los esperara a la salida tarde o temprano. Expuestos a sus dañinos efectos de forma voluntaria. Sin remedio. Los paisanos que no pueden escapar al castigo saben moverse al son de un paso lento y pausado, para no llamar la atención del maldito y no caer rendido a su calor. Saben camuflarse como soldados en el desierto. 

   Unicamente al anochecer, cuando el sol se acuesta y los cuerpos respiran aliviados salen los supervivientes. La ciudad entonces recoge sus pedazos derretidos y deformes y los vuelve a amoldar a su antojo. A oscuras. Respirando tinieblas, anhelando el relente. Así día tras día, noche tras noche, en un verano eterno que parece no tener fin. 


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